…todo lo escrito
en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes
condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la
tierra.
Gabriel García Márquez. Cien años de soledad.
Gabriel García Márquez. Cien años de soledad.
Me
retrase, pero de alguna manera quiero comunicar mi inconformidad conmigo mismo.
Y es que todo malestar empieza tan maravillosamente bien, como cuando acaba.
Esencialmente desde que uno se intenta levantar agresivamente, levanta pestañas
y nota, de reojo mareado, que ninguno del par de pies dejo de moverse toda la noche;
¿cómo es posible?, me respondo claramente y muy atinado: ‘los monstruos de la
infancia han regresado’. No cabe la menor duda de que sucedió. Hace muchas
mañanas atrás, cuando apenas reconocía la diferencia entre una letra ‘s’ y una ‘c’
y que jamás confundí con la ‘z’ (porque todos saben que zoológico se escribe
con z, y es de las pocas palabras que uno logra imaginar en sus primeros días
de vida), me atormentaba la idea de la soledad. Y es que simplemente cuando uno
la intenta concebir por medio de sonidos, palabrejas o cuchicheos; no la haya.
Todo este enjambre de soledad me
lleva a mi memoria, insensata y estéril; transportándome lentamente entre cada
una de las pesadillas más espantosas que jamás se olvidan. Desde una araña
patona y peluda gigante –de ahí los aracnofóbicos- hasta las diminutas a alas y
gigantes pesuñas de un animalejo trastornado, y de genes imaginarios –exactamente
las personas más salvajes en la infancia- . Nunca recobraré los buenos días,
porque nunca de los nunca los tuve. ¡Desgraciada infancia!
Ahora
bien, que no me vengan con el cuento de que la niñez es el fruto deseado de
todo escuincle, o me harán vomitar telarañas de furia, que si los agarran
llevarán a la sepultura todas mis palabrotas y maldiciones en tiernos tejidos
inacabables; para que así no puedan deshacerse de ellas nunca más.
Lo irónico, es que todos mis
recuerdos me han acogido de la mejor forma. Me alimentaron como todo buen sapo
verde retuerce las moscas en la lengua lánguida y babosa, y después de un
momento deposita en un par de boquillas igualmente babosas pero más pequeñas
que la suya. Me llenan y me duelen. Me asienten y me desorbitan. Y es que nada
tiene sentido; nunca nada lo tuvo: ¿por qué hemos ahora diez o más años después
esperar algún sentido a todo? Desde siempre la soledad se apodero de nosotros,
desde el instante que quisimos ser lo que somos y no ser lo que no somos. Y al
fin de cuentas, todo llega a tener sentido, cuando se lo quitamos descalabrándola
con un empujón frente a las escaleras más cercanas.
P.V. Jal