miércoles, 27 de febrero de 2013

Soledad bajo tierra.


Es raro, pero siempre he creído que el metro es un lugar bien especial. Lo digo en parte por la mugre de los vagones, los hombres de corbata y los de gorra, los faquires, etc. El subterráneo de mi ciudad es uno de esos lugares solitarios en los que simplemente te enamoras, así a primera vista, de alguna persona a la que jamás volverás a ver en la vida.

Hay una especie de intimidad realmente profunda allí, puede sonar contradictorio por el gentío y los gritos y el sudor de siempre, pero es que ese lugar no solo es eso, es más, es múltiple y contrastante, incongruente, inimaginable. Inefable.

Siempre pensamos en la soledad como un lugar desolado, en silencio, desierto, y yo creo que esa soledad, en realidad, no es tan sincera como la de los que se están mirando en medio del anonimato de la muchedumbre que espera en el andén, porque la pureza auténtica de la intimidad se da en un cuarto, una habitación con muros vivos de piel y ropa, indiferencia, prisa intransigente.

Estamos tú y yo solos cuando te sientas a mirar a través de la ventana, emocionada a veces, siempre distraída y todo el mundo está tan ocupado que ni siquiera nota nuestra presencia más allá de un par de caras viajando a cualquier estación. Estamos tú y yo solos al caminar por los pasillos largos de luz blanca y harapos en el suelo, y sabes que bien podemos correr o quedarnos quietos, parados así uno frente al otro y olvidarnos de todo, alejarnos de todos sin movernos un centímetro.

Entonces la soledad es nuestra, mujer, y no hay nadie en ninguna parte.

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