Miraba
ambas manos para no perderlas. El lugar era obscuro y las tinieblas se oscurecían
un poco más. Las luces de los postes estaban podridas, irradiaban color negro
hasta a la tierra. Era yo y un peñasco sin puente. Me agité y pensé que la mejor
opción sería aventarme, y deshacerme de todo lo que maldecía mi camino. Me
decidí lanzar y cuando la caída empezaba a hacer efecto sobre mi cuerpo, estrechándolo
contra el polvo. Me hallaba sólo, tirado sobre la nada.
Me hallaba enmugrecido por la suciedad que llevan en los
zapatos cada transeúnte que regula su paso por el lugar. Sólo ellos saben cuán estupefacta está su
pisada y qué tan larga es la huella de su pecado. Y ahora la tenía sobre mi
cuerpo. Desnudo me hallaba desnudo por el viento. Desolado y a punto de
desfallecer. La luna fue una confidente que afilaba sus emblanquecidos colmillos
de luz sobre mi frente. Lo único que podía llegar a observarse. La cuña era la hoz
de la muerte
Su nombre sollozaba la pena. La destrozaba
como bala de buen calibre atravesando una pared de soledad. La desmoronaba y
con ello perdía un poco de mí. ¿Miedo a perder mi soledad? ¿Miedo a perderme? A
su nombre no le podía negar nada. Era la rosa que sólo una vez en la vida le
aparece al que atenta contra su suerte. Y reta al mundo. Su nombre era un
emblema representando los tres soles que auxiliaban a mi espera. El amor
forjaba mi cielo y desteñía las tinieblas. Cuando me hallaba entre las sombras
y bajo las tinieblas.
Jal P.V.
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