viernes, 18 de mayo de 2012

Atardecer

Voy con las manos sucias, negras de grafito, la mochila llena. Voy pasando bajo los árboles del jardín, salgo de la atmósfera de lentitud y longevidad que se respira en el taller, y estoy en la calle. Es una gran línea recta que se extiende y sube recta entre los campos sin maíz, sube y da al callejón de mi casa. Una calle medio nueva que aún no encuentra bien su lugar en este viejo paraje.

Es el cuento de siempre, excepto por las nubes caprichosas que saludan a esta tarde... las nubes y algo más. No sólo están las puntiagudas líneas de los magueyes por allí, sino que por el campo se mueve una sombra larga. Me detengo un momento a mirar, y es un joven, una silueta sin nombre que desaparece al fundirse con la de un árbol. Me intriga, me inquieta esa duda que crea la luz de la tarde en mis ojos cuando intento reconocer -o más bien conocer- ese rostro.

Aún no salgo de mi asombro, cuando de repente veo salir, a lo lejos, de entre las matas de yerba seca, otra silueta que se dirige lentamente hacia el árbol. Ella. Ambos suben al árbol, y sus sombras se alargan cada vez más, suben por las paredes de concreto de las casas, trepan, azules manchas, hasta perderse en el cielo, y con ellas la noche sube al aire.

Entonces cierro los ojos y me voy.

Larrón

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