Me senté a pensar, estaba mareado y el mecer del agua alrededor no me ayudaba en nada, no sabía dónde rayos me encontraba y estaba ebrio, lo suficiente como para no notar el atardecer detrás de la lámina metálica sobre mi cabeza. Me senté y empecé a buscar lo que sea, a perder la mirada en las aguas opacas del canal. Llegaste tambaleándote, estabas con un pie fuera del ser.
Me preguntaste por los cigarros y saqué la cajetilla del bolsillo izquierdo de la camisa, la sostuve frente a ti y te ofrecí con la otra mano el encendedor barato que había comprado junto con la bebida ese mismo día. Tus ojos, tu pelo, tu piel... Tus manos y tus labios sosteniendo el cigarro para quemarlo al fin. Era una ceremonia mundana, un ritual infame y yo observaba desde lejos, quieto, ansioso.
Al fin entré a ser partícipe del rito y te pedí que exhalaras el humo frente a mí, quería respirar de ti, ser de ti; sentirme como un místico danzando alrededor de la hoguera, incendiando su ser en las pasiones de un Dios desconocido.
Respiración. Cada exhalación restaba distancia entre nuestras miradas, tu aliento en mi aliento cada vez más cerca, más difusa la línea que nos separaba; fue un lento y cadencioso viaje hacia la nada. Una niebla de sopor cubrió la atmósfera y me dejé llevar, quedé a la deriva en tu mar.
Los que escriben no son escritores sino ladrones, arrebatan imágenes del pasado, las apalean, las disfrazan de letras y las meten entre hojas. Es bonito ver cómo todos se guardan los recuerdos entre líneas.
Yo soy un ladrón.
Me robé sus ojos, su boca, su pelo.
Vi su mar cayendo,
vi sus ojos tristes
y vi esa timidez que dejaba todo al descubierto.
No soy poeta ni escritor.
Yo veo, te veo y pienso
te veo y soy.
Soy ladrón de colores y momentos.
Yo aviento retazos de recuerdos
y pensamientos
como tú exhalas el humo del cigarro
a mi boca.
Larrón
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