Ella estaba sentada frente a mí. No decía nada, sólo me miraba, como siempre. Era la rutina de todos los días.
No encontraba qué decir, ni qué cara poner frente a su gran indiferencia. Ya varias veces había tratado de contarle lo que sucedía en mis días, pero su manera de mirarme y su sonrisa egoísta lograban callarme antes de seguir. Una vez le conté de la vez que le puse tinta azul a un apunte que sólo llevaba tinta negra, y lo único que logré fue que me gritara, alegando que no podía intentar cambiar un apunte gris.
Todos los días era lo mismo, comía mientras ella me miraba, de vez en cuando sonreía y soltaba una pequeña carcajada tan seca como la sopa que ella me prepara día tras día.
Al igual que el periódico que tenía que esconder bajo mi almohada después de leerlo cuando ella se levantaba a regar sus plantas, tenía que esconder mi cuaderno, lleno de dibujos y escritos, que sólo mi espejo y yo podíamos leer. Vivía con el miedo de que ella lo encontrara y me quitara el color rosa que traía en los labios, después de todo era lo único que me dejaba llevar conmigo, siempre y cuando no me pusiera un tono más claro de rosa.
Ya me había quitado mi camisa morada y mis tenis azules sólo por haber mencionado su nombre frente a los vecinos.
¿Es realmente necesario vivir con el miedo a que me quiten el color rosa de mis labios?
Ya bastantes personas llevaban los labios grises.
Aún no podía levantarme de la mesa, debía terminar aquella sopa tan insípida. Su sonrisa tenía algo extraño ese día: crecía de manera incoherente, se burlaba de mis labios rosados, sus dientes se reían de mí. En ese preciso instante, sentí que alguno de mis antepasados tomó control de mi cuerpo, me levanté de la mesa, no podía controlar mis movimientos, mis labios se abrieron, y empecé a gesticular unas palabras.
Ella se quedó boquiabierta, mas no dijo nada.
*Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.
Nath
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